
La exposición de un off the record del ministro Caputo evidenció lo que los números ya marcaban: el ancla fiscal también tiene fuga, las reservas no alcanzan y el tipo de cambio vigente es insostenible en el mediano plazo.
En plena ola polar, los cortes de luz siguen castigando a las barriadas del Conurbano: el ajuste energético no se traduce en inversión ni mejora del servicio.
Actualidad02/07/2025Las empresas distribuidoras aumentaron las tarifas y el Gobierno nacional desreguló el sector en nombre del déficit cero. Pero en las casas de los barrios populares de Buenos Aires la electricidad sigue cortándose. El frío no espera, y la precariedad energética expone un modelo donde se paga más por vivir igual o peor.
En la helada brutal de estos días, con temperaturas que no superan los 6 grados, el Conurbano vuelve a mostrar su herida eléctrica. Mientras en el centro se discute sobre balances y eficiencia fiscal, en los márgenes urbanos se corta la luz. No por primera vez. No como excepción. Sino como parte de una rutina que hace años naturaliza lo inadmisible.
Este martes, casi 12.000 usuarios del Área Metropolitana estuvieron sin suministro eléctrico. La mayoría de los afectados pertenecen a zonas postergadas donde la infraestructura colapsa ante cada pico de consumo: Rafael Calzada, Virrey del Pino, Los Polvorines, San José, Moreno, Escobar. Son los barrios donde el tarifazo es un castigo sin beneficio. Donde se paga la boleta con esfuerzo, pero la luz se corta igual.
El frío es apenas el detonante visible. Lo que hay detrás es un problema estructural: un sistema eléctrico pensado para el centro y desentendido de la periferia. Edenor, Edesur, Edelap o Edea no invierten lo suficiente en redes, transformadores ni mantenimiento. Las zonas populares quedan expuestas a cables saturados, artefactos quemados y una red que, cuando más se la necesita, más se ausenta.
Frío, oscuridad y silencio oficial
Desde el Gobierno nacional, no hay un plan visible para revertir la desigualdad eléctrica. Se eliminó la tarifa social como política activa. Se quitaron subsidios sin evaluar el impacto territorial. Y se delegó en las empresas la responsabilidad de sostener un sistema que, a la hora de los hechos, muestra sus límites. Mientras tanto, la respuesta estatal ante los cortes es tibia, tardía o inexistente.
Los apagones no son todos iguales. En los barrios céntricos generan titulares, reclamos rápidos y respuestas técnicas. En los márgenes urbanos, son apenas una estadística. Las vecinas de Calzada o de Virrey del Pino no esperan cuadrillas en media hora: cruzan cables de una casa a otra, prenden braseros, se abrigan con lo que pueden. La oscuridad, para muchas familias, ya no es una emergencia: es una certeza cíclica.
¿Dónde está la inversión?
El argumento de las empresas es conocido: para mejorar el servicio, primero hay que sincerar las tarifas. Pero las tarifas ya aumentaron, en algunos casos hasta un 500%. Y sin embargo, no se ven mejoras en la calidad del servicio en las zonas más vulnerables. Lo que sí se ve es un patrón de desinversión selectiva: las zonas de alta densidad y menor poder adquisitivo son las últimas en ser reparadas, las primeras en quedar a oscuras.
La lógica empresarial no se puede disociar de la responsabilidad del Estado. Un sistema regulado no puede basarse solo en incentivos de rentabilidad. La electricidad no es un lujo: es un derecho básico. Y en pleno invierno, sin calefacción ni posibilidad de cocinar, la exclusión energética se convierte en violencia.
Los cortes de luz en invierno no son solo una falla técnica. Son un síntoma político. El síntoma de un modelo donde las tarifas suben pero el servicio no mejora. Donde se recorta el gasto público sin garantizar derechos mínimos. Y donde las empresas distribuidoras operan sin controles reales, en una zona de confort que no llega a los hogares periféricos.
El relato del orden fiscal choca con la realidad. El ajuste energético tenía como promesa la eficiencia: menos subsidios, más inversión, mejor servicio. Pero en la práctica, se traduce en boletas impagables, barrios a oscuras y una sensación cada vez más extendida de abandono.
La energía no puede ser tratada como un bien de lujo. Es el umbral mínimo de la vida urbana digna. Sin luz, no hay salud, no hay abrigo, no hay educación ni trabajo. Si el mercado no garantiza eso, y el Estado se retira, lo que queda es un apagón silencioso. Uno que no siempre se mide en megavatios, pero que se siente en cada cuerpo frío del Conurbano profundo.
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