Argentina en cuotas: la economía que vive del pago mínimo

El uso de las tarjetas de crédito se disparó y el pago mínimo se volvió rutina. Detrás del consumo que resiste hay un país que se endeuda para llegar a fin de mes. Con precios en dólares planchados y tasas severas, el dinero produce más dinero que trabajo.

Actualidad10/11/2025
nota

El crédito dejó de ser una herramienta financiera para transformarse en un salvavidas emocional. En la Argentina de Milei, el pago mínimo es la nueva normalidad: millones de personas estiran el saldo como quien respira con un tubo de oxígeno. En octubre, los saldos financiados con tarjeta treparon a $21,9 billones. No es sólo un número: es el mapa del endeudamiento doméstico.

Mientras las tasas nominales bajan en los comunicados, en los resúmenes no se nota. Los intereses punitorios llegan al 63%, y los costos financieros totales superan el 120% anual. Traducido: cada compra a crédito es una apuesta a que el futuro pague lo que el presente no puede. El sistema premia a quien tiene liquidez y castiga al que necesita financiar el pan.

El fenómeno se repite en los comercios: la tarjeta reemplazó al efectivo y el “pago mínimo” reemplazó al ahorro. En un país donde el ingreso real se licuó, el consumo se sostiene por inercia y por plástico. El Banco Central informa que ya hay más operaciones con crédito que con débito. El argentino promedio no gasta lo que gana: gasta lo que debe.

Los bancos celebran. El crédito al consumo es su nuevo negocio estable. En una economía de dólar planchado y tasas aún altas, la ecuación es perfecta: el dinero genera dinero sin pasar por la producción. El capital financiero volvió a encontrar rentabilidad en la necesidad popular.

 

La estabilidad que endeuda

Milei consiguió algo que parecía imposible: un dólar quieto y precios que, aunque suben, ya no corren. Esa estabilidad es su principal activo político. Pero tiene un costo: el consumo crece apenas un 2,8% mensual en términos reales, sostenido por endeudamiento y promociones. La economía se mueve, sí, pero con rueditas.

El atraso cambiario y las tasas positivas consolidan un modelo en el que endeudarse parece más racional que ahorrar. Con la divisa sin saltos bruscos, las familias calculan en dólares mentales: cuánto equivale su sueldo, cuánto cuesta el queso crema o el aceite en términos de “billetes verdes”. Esa contabilidad cotidiana sostiene una sensación de orden.

El fenómeno cultural es claro: un dólar quieto, aunque acompañado de tasas crueles, transmite seguridad. No genera riqueza, pero sí previsibilidad. La gente no espera ganar: espera no perder. Por eso la estabilidad del tipo de cambio se volvió una forma de estabilidad emocional.

Mientras tanto, las ventas minoristas pyme muestran un equilibrio frágil. Algunos rubros, como perfumería o decoración, cayeron más del 6% interanual, aunque repuntaron con el Día de la Madre y las cuotas sin interés. El consumo se reacomoda, pero no se recupera. Las familias compran menos y más caro, y pagan después.

La cultura del “lo pago en tres” es el nuevo pacto social: una ficción de abundancia sostenida en cuotas. En ese mundo, Shein y Temu son los espejos del deseo popular. Plataformas que venden fantasías globales en diez pagos, donde la distancia entre Buenos Aires y Shenzhen se achica a un clic. El fenómeno no es sólo de consumo: es ideológico. El país compra afuera lo que no puede producir adentro y paga intereses locales por bienes importados.

 

El changuito federal

La otra cara de la moneda está en los supermercados. Según relevamientos recientes, la canasta promedio supera los $830.000 en la Patagonia y ronda los $750.000 en el norte. Lo paradójico es que en las provincias más baratas, los salarios también son los más bajos: llenar el changuito en Formosa insume casi el 30% del ingreso mensual de una pareja registrada. En Santa Cruz, apenas el 15%.

Esa brecha marca la verdadera desigualdad argentina: no sólo cuánto cuesta vivir, sino cuánto vale el trabajo. En el norte, una familia compra lo justo; en el sur, puede darse algún gusto. Pero ambas calculan igual: en dólares. La estabilidad cambiaria genera una ilusión de justicia territorial, aunque la distancia entre ingresos siga siendo abismal.

La dispersión regional también revela otro dato: el dólar planchado no homogeniza precios, apenas congela diferencias. En Tierra del Fuego el aceite sube 6%; en Misiones, 1%. Lo que varía no es el precio, sino la estructura económica: costos logísticos, energía, impuestos locales. El changuito habla más claro que cualquier índice.

En este contexto, el crédito al consumo actúa como pegamento social. Permite sostener niveles mínimos de bienestar mientras el poder adquisitivo se erosiona. Pero también posterga el conflicto: la deuda doméstica es el colchón del descontento. En la Argentina 2025, la estabilidad se paga con tarjeta.

 

La economía en cuotas

La Argentina de Milei no estalla: se financia. El endeudamiento de los hogares crece más rápido que los salarios, y los bancos expanden el crédito al consumo como antes el Estado emitía subsidios. Cambió el método, no la lógica: contener el malestar con plata ajena.

El pago mínimo es la nueva asistencia social, pero privada. Cada resumen es un acuerdo tácito entre el mercado y la clase media: te presto para que no protestes. La política encontró su estabilidad en la deuda doméstica. Los argentinos pagan la calma en cuotas.

El riesgo es evidente. Una suba de tasas o un salto del dólar convertiría ese endeudamiento en una bomba. Pero por ahora, el Gobierno gana tiempo. El dólar estable garantiza previsibilidad, y la previsibilidad compra gobernabilidad. La economía no crece, pero no se cae. Y en un país acostumbrado al abismo, flotar ya es un mérito.

El modelo es transparente en su paradoja: la estabilidad del dólar depende del consumo financiado que sostiene a su vez la ilusión de orden. Milei puede jactarse de haber domesticado la inflación, pero lo hizo a costa de hipotecar el futuro doméstico. Aun así, nadie se queja. La gente sabe que su salario vale poco, pero al menos vale algo. El dólar planchado funciona como ancla moral y política: la promesa de que el esfuerzo de hoy no se derrite mañana. Y aunque parezca un truco contable, en la Argentina alcanza para dormir tranquilo.


El pago mínimo se volvió hábito: la deuda doméstica sostiene el consumo y posterga el conflicto.

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