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Más allá de sus éxitos y fracasos económicos, logró consolidar una narrativa que articuló estabilidad, modernización y liderazgo personalista. Un modelo que aún resuena, desde las críticas del kirchnerismo hasta la reivindicación de Javier Milei.
Política 07/07/2025Por Rubén Zavi (Politólogo)
Carlos Menem llegó al poder en 1989 tras el colapso de la economía y la hiperinflación. Su irrupción en la escena nacional marcó una ruptura simbólica con el pasado inmediato. Su figura mestiza, carismática y desacartonada contrastaba con el estereotipo del político tradicional, y encarnaba una promesa de orden y futuro.
En ese contexto de angustia e incertidumbre, el presidente se convirtió en una figura redentora. Como señalan Riorda y Rincón (2016), los mitos de gobierno suelen nacer en momentos de crisis, cuando una figura concentra los anhelos colectivos de recuperación y estabilidad.
En 1991, el Plan de Convertibilidad fijó el peso al dólar y se transformó en el corazón del proyecto menemista. Desde entonces y hasta el final de su mandato en 1999, esta política se convirtió en el símbolo más claro de la gestión. Estabilidad de precios, confianza monetaria, apertura económica y un nuevo estilo de vida marcaron los años noventa.
La Convertibilidad no fue solo una medida técnica: funcionó como una narrativa que organizaba el tiempo, el sentido y la acción. Fue recordada, valorada, internalizada. Incluso sobrevivió a Menem, continuando durante el gobierno de Fernando de la Rúa, porque la ciudadanía aún reclamaba la previsibilidad económica que había vivido.
Menem supo combinar liderazgo político con una estética popular. La Ferrari roja, la “pizza con champagne” y su cercanía con el espectáculo crearon una imagen de modernidad, consumo y velocidad. Su figura encarnó una Argentina que aspiraba a ser parte del primer mundo.
Este estilo performático, a veces frívolo, formó parte del mito: un presidente cool, moderno, eficiente. Como explican Riorda y Rincón (2016), la espectacularización del liderazgo no es un desvío de la política, sino una forma contemporánea de construcción simbólica del poder.
La Convertibilidad logró reducir la inflación, atraer inversiones y estabilizar la economía. También trajo consigo desequilibrios profundos: endeudamiento externo, desindustrialización, aumento de la desigualdad y dependencia del dólar.
Pero el mito sobrevivió a las estadísticas. El mito menemista organizó una época. Las elecciones de 1995, la Reforma Constitucional de 1994 y el respaldo de organismos internacionales consolidaron la narrativa de que el país había encontrado su rumbo.
Incluso sus contradicciones no deshicieron el mito: como advierten Riorda y Rincón (2016), los mitos de gobierno no necesitan coherencia perfecta, sino capacidad de generar sentido y proyectar futuro.
Tras la crisis de 2001, el kirchnerismo se construyó en fuerte contraste con el legado menemista. Denunció el neoliberalismo, restauró el rol del Estado y colocó a los noventa como el “mal ejemplo” de lo que debía evitarse.
Dos décadas después, Javier Milei reintrodujo el mito desde otro ángulo: reivindicó a Menem, colocó su busto en la Casa Rosada, y recuperó el tono desregulador de su época. En su narrativa libertaria, Menem no es pasado sino modelo.
Hoy, el menemismo sigue siendo una referencia inevitable. Para algunos, símbolo de estabilidad perdida. Para otros, ejemplo de desigualdad y exclusión. Para muchos, una época que —con sus luces y sombras— transformó la Argentina.
Convertido en mito, el “uno a uno” ya no es solo una política económica. Es memoria colectiva, es lenguaje político, es parte de un imaginario que aún organiza debates, nostalgias y estrategias de poder.
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