Milei, el culto y el animal totémico

El Presidente apareció en un programa de radio sobre animales y dono un millón de pesos. Hasta ahí todo normal. Pero la escena, tiene profundas huellas simbólicas que hacen bastante ruido.

Actualidad07/07/2025
NOTA 1

¿El presidente lidera una secta?

 

Una escena puede contar más que mil discursos. En una transmisión en vivo con fines benéficos en un programa de radio sobre animales, Javier Milei apareció junto a su hermana Karina y la diputada Lilia Lemoine. Pero no fue su voz, ni su verba acostumbrada a insultar, lo que descolocó a los presentes ni la aparición de un perro. Es que no fue uno cualquiera, sino uno de los cinco clones del fallecido Conan, el mastín al que Milei amó con devoción mesiánica. Según sus propias palabras, uno de esos pichichos es la reencarnación de Conan, ya que al hacer el procedimiento científico dijo que uno de ellos le iba a dar una señal de que era su perro amado, uno de ellos la dio y Conan regresó. Lo repitió hasta cansarse  que junto a los otros son sus hijos. El ejemplar que estuvo en la transmisión era Thor, uno de estos enormes y amorosos canes. 

A simple vista, podría parecer apenas una rareza excéntrica. Pero si uno se detiene y observa la escena detenidamente, se abre un abismo simbólico. Milei, erguido, acaricia al animal. Karina a su lado, con un gesto de vigilancia sumo sacerdotisa. Y en un rincón, Lilia Lemoine arrodillada, sin hablar, como parte de una puesta en escena silenciosa, una figura devota y prosternada. La imagen no es política: es ritual.

Quien haya visto Conan, el Bárbaro (1982) reconocerá el eco. Allí, el antagonista Thulsa Doom lidera una secta donde las mujeres se postran, los animales son sagrados y el líder es adorado como un dios. La similitud no es casual: Milei estructura su poder como un culto. No necesita mayoría parlamentaria: necesita fe. No precisa coalición: requiere sumisión. Su autoridad no se discute, se repite. Y quien disiente, es “casta”, enemigo u objeto de odio.

El perro, entonces, no es una mascota. Es un tótem viviente, símbolo de su linaje íntimo y espiritual. Al señalarlo como "uno de los cinco" y hablar de reencarnación, Milei invoca una narrativa esotérica, privada, pero pública a la vez. Ese animal, ese cuerpo, es testigo de su tragedia personal y fuerza fundante. El Conan original, según él, hablaba con él desde el más allá. El nuevo Conan —aunque no sea Thor— continúa esa misión. Los perros como continuidad del alma, Karina como la guía, la médium. Lemoine, como una creyente fanática.  El mito Milei.

Pero no hay que subestimarlo. En la lógica del poder simbólico, el que impone sus signos, impone su mundo. La risa nerviosa del conductor de radio no desactiva el gesto: lo confirma. La escena no se debate, se impone por saturación. No importa que sea verosímil, importa que sea hipnótica. Y lo logra. En un desliz el conductor del programa radial hizo un comentario impropio sobre el gigante perruno y fue “metafóricamente reprendido” por Karina, quien recordó que la última vez que alguien hizo un comentario así quedó expulsado por completo de su partido, de su trabajo. Baneado. El locutor pidió perdón múltiples veces. 

¿Y Lilia? ¿Ama a Milei? Nadie puede afirmarlo. Pero en su modo de entregarse a esa escena, en esa mezcla de cuidado y sumisión, de presencia callada y fervor estético, hay algo más que obediencia política. Es afecto, tal vez amor. No del tipo romántico convencional, sino esa forma de amor donde se admira con devoción, se sigue con ternura, se soporta con lealtad. En ella no hay sarcasmo ni oportunismo: hay entrega. ¿Y si lo ama? Tal vez. Tal vez de la forma en que se ama lo incomprensible: con un amor que no se espera correspondido, solo dignamente compartido. Ella se presenta como una doncella perfecta, una figura de belleza deslumbrante que forma parte del aspecto sacrificial. 

Milei no es simplemente un outsider. Se percibe como un fundador de creencias, alguien que no gobierna con leyes, sino con metáforas, con enemigos inventados y fidelidades construidas en el barro emocional. Y en esa dinámica, el perro vale más que un ministro. Porque el ministro puede ser despedido, pero Conan —ese Conan reencarnado— es eterno.

¿Es esto un delirio personal que se ha vuelto poder institucional? ¿O asistimos a un fenómeno aún innombrado, una forma posmoderna de gobierno donde la emocionalidad reemplaza al programa, la adoración a la razón y el símbolo a la acción? Tal vez lo sabremos tarde. Tal vez no. Pero mientras lo discutimos, esta dinámica continúa. Y lo hace mientras Argentina atraviesa una crisis social y económica profunda, con un presidente que —objetivamente— afirma hablar con animales muertos, cree en su reencarnación y organiza su mundo político a partir de esa fe privada. No es una metáfora. Es literal.

 

 

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