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En tiempos de recortes y desprecio por el conocimiento, el CONICET abre una ventana mágica al fondo del mar. Como en los '80 con Jacques Cousteau, miles de personas —niños, adultos, curiosos— se emboban con el azul profundo y descubren que la ciencia también puede emocionar.
Actualidad05/08/2025Al ajuste, ciencia, para los niños imaginación
Hay una cámara que baja a lo más hondo del mar argentino, 3.900 metros bajo la superficie, donde la luz no llega y la presión aplasta. Y hay más de 50 mil personas que constantemente miran en vivo lo que esa cámara muestra: criaturas que parecen inventadas, corales que respiran como si danzaran, campos de nódulos metálicos que generan oxígeno sin una planta a la vista.
¿Quién diría que una transmisión científica se volvería tendencia? Que un ROV (vehículo operado remotamente) llamado SuBastian generaría más suspiros que un video de perritos. ¿Quién imaginaría que un buque llamado Falkor (too), como el dragón de “La historia sin fin”, se convertiría en protagonista de una historia de ciencia real, pública, nacional?
Eso está pasando. Y no en otro país: en el nuestro. Con recursos que muchos quieren cortar, con científicos que siguen trabajando con una pasión que no entra en planillas de Excel.
Porque esta expedición, impulsada por el CONICET y el Schmidt Ocean Institute, no solo explora el Cañón Submarino de Mar del Plata. También nos explora a nosotros: cuánto nos importa el conocimiento, cuánta belleza podemos ver, cuánto respeto tenemos por la vida que no vemos.
Un planeta dentro del planeta
“El fondo del mar es otro planeta dentro del planeta”, dice la bióloga Valeria Falabella, que no necesita metáforas grandilocuentes: lo dice y basta ver las imágenes para creerle. La cámara baja y aparecen esponjas fluorescentes, cangrejos que parecen robots, peces con ojos traslúcidos.
Y de pronto, lo inesperado: una bota de plástico. A casi cuatro mil metros. Una mayonesa. Un envase más. Porque hasta el fondo del mar llega nuestra basura.
Pero lo que más conmueve no es eso. Es que allí, en la más profunda oscuridad, donde no hay luz solar ni fotosíntesis, se genera oxígeno. ¿Cómo puede ser? La respuesta es alucinante: los científicos detectaron un fenómeno en campos de nódulos polimetálicos —rocas con cobalto, níquel y manganeso— que, al conectarse en red, producen energía suficiente para liberar oxígeno a partir del agua. Una especie de “respiración mineral” que alimenta la vida en lo que creíamos un páramo.
La ciencia no es aburrida cuando se cuenta con respeto y poesía. El jefe de la expedición, Daniel Lauretta, lo dijo con sencillez: “Es como explorar otro planeta, pero debajo del agua. Y lo más emocionante es que, en cada inmersión, hay algo nuevo por descubrir”. Y ese “nuevo” no es solo una especie: es un gesto, una danza, una forma. Es el asombro en estado puro.
De Cousteau a YouTube: la ciencia que emociona
Quienes éramos niños en los años ’80 recordamos “El mundo submarino” de Jacques Cousteau como una cápsula mágica: barcos rojos, cámaras que se sumergían, música envolvente, y una voz que nos contaba que allá abajo también había mundo. Esa misma emoción —esa misma curiosidad quieta frente a la pantalla— es la que hoy vemos en nuestros hijos, sobrinos, alumnos. Miran en YouTube un cangrejo albino y dicen “¡mirá!”. Se quedan una hora viendo cómo un gusano se desliza sobre el lodo. Preguntan, imaginan, aprenden.
Esta expedición —transmitida en vivo, con explicaciones claras y lenguaje sin vueltas— no solo democratiza la ciencia. También la vuelve experiencia. Ya no hay que leer un paper para enterarse. Basta con abrir el teléfono. Y aunque eso parezca “liviano”, es todo lo contrario: es profundamente transformador.
La Ciencia le pega un Knock Down al ajuste
El equipo que participa de la misión está integrado por más de 30 investigadores de distintas disciplinas: biólogos, geólogos, oceanógrafos, especialistas en biodiversidad y conservación. Pero también están los técnicos, los comunicadores, el personal de a bordo.
Todos juntos, en un barco real, navegando el Atlántico sudoccidental, y compartiendo cada hallazgo con quienes estamos en tierra. Como si abrieran las puertas del laboratorio. Como si dijeran: vení, mirá, esto también es tuyo.
Y sí. Es nuestro. Porque el Mar Argentino es parte de nuestra identidad, aunque no lo veamos todos los días. Porque la ciencia pública es una construcción colectiva. Porque lo que hoy se estudia en ese cañón submarino, mañana puede ayudarnos a entender el clima, a cuidar especies, a frenar una pesca destructiva, a proteger nuestros recursos frente a intereses extranjeros.
A veces, un país se defiende con una cámara que baja al fondo del mar. Con científicos que siguen preguntando “¿por qué?” en medio del desprecio. Con chicos que se emocionan frente a un gusano de mar y preguntan si eso también respira. Con personas comunes que no saben lo que es un nódulo polimetálico, pero sienten que ahí hay algo valioso.
La ciencia argentina está diciendo presente desde el fondo del océano. Y nosotros, esta vez, la estamos escuchando. No con un discurso, sino con un click y una mirada embobada. Como en los ‘80. Como siempre que alguien logra mostrar que la inteligencia, cuando se comparte con belleza, también puede enamorar.
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