Milei exhibe encuestas, la CGT exhibe recesión: crisis laboral

El Gobierno intenta instalar que la reforma laboral tiene respaldo mayoritario basándose en un 61 por ciento de apoyo abstracto a “algún cambio”, mientras la CGT advierte que el proyecto oficial no suma empleo, recorta derechos y acelera despidos en plena caída del mercado interno.

Actualidad11/12/2025
NOTA

Reforma laboral, presión social y gremios

 

La reforma laboral que Javier Milei impulsa en extraordinarias no se juega solo en el Congreso ni en los artículos del borrador. Se juega, sobre todo, en quién logra fijar el sentido común del momento. El Gobierno eligió apoyarse en una encuesta nacional que muestra que el 61,8 por ciento de los argentinos cree que la Argentina necesita una reforma laboral, ya sea la oficial o una alternativa. A partir de ese dato construye un relato de “consenso social” que le permite avanzar con un paquete profundamente regresivo, aun con un país sumergido en la recesión más intensa de los últimos años. La CGT, en cambio, no discute el número: discute lo que el número oculta. Porque detrás de la idea abstracta de “reforma necesaria” se esconde un proyecto que, según su dirigencia, no incorpora a nadie a la formalidad y sí erosiona los derechos de quienes aún sostienen empleo registrado.

Para la central obrera, la foto real no es la encuesta. Es el mapa productivo: un país con 45 por ciento de trabajadores informales, caída del consumo, fábricas que cierran y suspensiones diarias. En ese escenario, Cristian Jerónimo, cosecretario general, repite que el problema de fondo no son las indemnizaciones ni los convenios, sino una recesión que devora empleo a una velocidad que ninguna flexibilización puede revertir. “Podés hacer todas las reformas que quieras, pero si no funciona la economía, se siguen perdiendo puestos de trabajo”, afirmó. Y en ese registro se mueve toda la estrategia sindical: el rechazo no es simbólico, es defensivo. Lo que está en riesgo no son privilegios, sino la capacidad de sostener derechos básicos en medio de un proceso de achicamiento brutal.

 

La CGT frente al mayor intento de disciplinamiento 

La propuesta del Gobierno incluye fragmentar vacaciones, estirar jornadas hasta doce horas, licuar horas extras vía banco de horas, facilitar despidos y debilitar obras sociales sindicales al reducir aportes. Ninguna de esas medidas, advierte Jerónimo, integra al sector informal. Ninguna crea empleo en un país donde el mercado interno está paralizado. Y ninguna mejora la competitividad si el costo financiero, la presión impositiva o el derrumbe del consumo continúan como hasta ahora. La CGT ve el texto como el intento más abarcativo de disciplinamiento laboral desde los años noventa, pero aplicado en un contexto macroeconómico mucho más frágil.

La central se prepara para dar la batalla con todos los instrumentos disponibles: presión legislativa, articulación con gobernadores, acciones callejeras y, si es necesario, medidas de fuerza. El dato político relevante es que no existe canal de diálogo con la Casa Rosada. No hubo contacto con Santiago Caputo, ni con Karina Milei, ni con el jefe de gabinete. No hay negociación, porque la estrategia presidencial consiste en evitar cualquier reconocimiento del sindicalismo como actor legítimo. Milei necesita un enemigo claro para explicar la falta de empleo y encontró en la CGT un antagonista histórico, útil para ordenar su narrativa.

En este clima, la unidad sindical se vuelve un objetivo estratégico. “Vamos a usar todas las herramientas”, declaró Jerónimo. La frase no es una amenaza. Es una señal de supervivencia. La reforma no solo toca derechos de convenio, sino que impacta en obras sociales y en la estructura financiera de los gremios, debilitando pilares que permiten atender a sectores precarizados que no tienen otra cobertura. Bajo la retórica de “modernización”, la CGT ve una ofensiva directa contra su poder económico y territorial.

 

El Gobierno blinda su avance con la encuesta

La encuesta que el Gobierno utiliza como escudo político muestra un consenso aparente: casi 62 por ciento cree que la Argentina necesita una reforma laboral. Milei lee ese número como licencia social para avanzar con un paquete de flexibilización integral. Pero el dato grueso disimula grietas decisivas. Solo el 43 por ciento apoya el proyecto oficial tal como está. Casi un 19 por ciento quiere una reforma, pero no esta. Y más del 30 por ciento la rechaza por completo.

El desglose territorial y demográfico expone aún más matices. Córdoba, con 55,7 por ciento de apoyo total, responde a una tradición industrial y pyme que reclama cambios desde hace décadas. Buenos Aires, con 56,8 por ciento, muestra respaldo más heterogéneo, atravesado por la recesión local y por un miedo creciente al desempleo. En CABA y Santa Fe, la adhesión desciende, señalando dudas en distritos que conviven con economías mixtas y altos niveles de informalidad.

Las brechas de género y edad son todavía más elocuentes. Entre jóvenes varones, uno de los segmentos donde Milei tiene mayor llegada, el apoyo supera el 63 por ciento. Entre mujeres jóvenes cae a 40 por ciento. Entre mujeres mayores de 50, el rechazo predomina. La CGT observa ese patrón y lee una sociedad dividida no solo por posición política, sino por vulnerabilidad laboral. Para quienes tienen más edad, menos estabilidad o mayores responsabilidades de cuidado, la pérdida de derechos concretos pesa más que el discurso sobre competitividad.

 

El choque estructural

El nudo de la discusión vuelve siempre a la misma contradicción. La reforma se presenta como herramienta para incentivar contrataciones, pero no aborda la variable que realmente define si una empresa toma o no trabajadores: la demanda. En un país con recesión profunda, tasas reales altas, consumo desplomado y caída de la actividad industrial, flexibilizar condiciones laborales puede abaratar despidos, pero difícilmente impulse la creación de empleo. La CGT lo formula en su lenguaje: “El problema no son las indemnizaciones, el problema es que no funciona la economía”. La frase resume un punto crucial. La reforma no dialoga con el contexto macroeconómico. Opera como si el país estuviera creciendo y la competitividad dependiera solo de costos laborales.

El Gobierno apunta a otro objetivo. Busca marcar una división ideológica entre un país “moderno” que flexibiliza y un país “corporativo” que se resiste al cambio. Con ese esquema, Milei ordena a su electorado y señala a la CGT como guardiana del atraso. La encuesta le permite sostener ese discurso incluso cuando el detalle de los artículos genera rechazo. La narrativa oficial no necesita que la población conozca el proyecto. Necesita que crea que la reforma es sinónimo de progreso.

La CGT, por su parte, intenta instalar el reverso: una reforma que promete empleo sin entender que el empleo se está destruyendo antes de que se vote un solo artículo. Habla de “industricidio” porque no encuentra otro término para describir lo que ya está sucediendo. Su estrategia es convertir el malestar silencioso en resistencia organizada. Su desafío es hacerlo con una imagen pública desgastada y en un país donde el 45 por ciento de los trabajadores ni siquiera está dentro del sistema que dice defender.

Al final, la batalla no se define solo en el Congreso. Se define en quién logra apropiarse de la palabra “reforma”. Si se la asocia con futuro, Milei habrá ganado el sentido común. Si se la asocia con ajuste, la CGT habrá logrado instalar su advertencia. El país está en esa bisagra incierta donde un concepto puede volverse política de Estado o sinónimo de abuso. Y en ese punto, ambas partes saben que lo que se discute no es solo el trabajo. Es quién escribe las reglas del juego en la Argentina que viene.

Solo el 43 por ciento apoya la reforma de Milei tal como está; el resto respalda cambios abstractos, no el proyecto concreto que recorta derechos.

Para la CGT, la reforma oficial no crea empleo en recesión: abarata despidos, estira jornadas y debilita obras sociales en un país con 45 por ciento de informalidad.

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