Vivir a crédito: el país que se financia con la familia y achica clase media

Los datos del INDEC confirman un cuadro de economía real en tensión: 22,5% de los hogares de ingresos bajos pidieron plata a familiares o amigos para sostenerse y 40,8% desarmó ahorros o vendió pertenencias para gastos corrientes. La inflación dejó de ser la principal inquietud, pero la preocupación por la economía en su conjunto escala.

Actualidad12/11/2025
NOTA

Endeudamiento familiar, consumo en caída y clase media

 

Arranquemos por la escena mínima que resume la macro: una madre pide un préstamo chico a su hermana para pagar el gas y la leche de la semana, promete devolverlo cuando cobre, pero al cobrar compra menos que el mes pasado. Ese circuito, íntimo y silencioso, se volvió masivo. Según la Encuesta Permanente de Hogares, casi uno de cada cuatro hogares de los primeros deciles de ingreso se endeudó con familiares o amigos durante el primer semestre. El 22,5% no recurrió a un banco, recurrió a su red. Es la línea de crédito del afecto, con tasa cero en el papel y costo emocional alto en la práctica.

El mapa del endeudamiento confirma una segmentación social nítida. En los estratos medios el 13,3% pidió dinero a su entorno cercano y en los altos el 8,3%. La deuda con bancos y financieras, en cambio, cruza a todos los grupos con porcentajes similares: 13,9% en los más vulnerables, 15% en los medios y 13,3% en los más pudientes. En agregado, 16,1% de los hogares necesitó asistencia del sistema financiero y 14,2% de las personas de su círculo íntimo. No son compras discrecionales, son gastos corrientes. La novedad de época es que el crédito social y el crédito formal conviven para pagar lo básico.

A la vez, cuatro de cada diez hogares se sostuvieron vendiendo activos o rompiendo el chanchito. El 40,8% usó ahorros o se desprendió de pertenencias para llegar a fin de mes. La heladera o el celular viejo se transformaron en caja de emergencia. Es un cambio cultural profundo: el ahorro ya no financia proyectos, financia supervivencia. El pico de uso del crédito formal había quedado atrás entre 2020 y 2023. Desde 2024 reaparece, pero combinado con el recurso de familia y con la venta de lo propio. Cuando el salario real pierde, se agranda la economía de la urgencia.

La serie social viene con advertencias adicionales. Las transferencias en especie que llegan del Estado, de ONG o de iglesias crecieron del 2,2% al 6,3% en la última década, con un 13% de cobertura en los hogares más pobres. No es la épica de la asistencia, es la aritmética de la fragilidad. El discurso de la autosuficiencia convive con una realidad donde cada vez más familias necesitan apoyo para comer o vestirse. El asistencialismo no desapareció, mutó a red de contención estable en entornos que ya no tienen colchón propio.

El humor social acompaña ese diagnóstico. En los monitoreos recientes, 61% de la población declara que su principal preocupación es la situación económica general. La inseguridad aparece segunda con 58% y la falta de propuestas de crecimiento, junto con los ajustes, ronda el 53%. La inflación, que hace un año era obsesión del 90%, hoy ocupa al 37%. El dato puede ser leído como victoria técnica, pero también como desplazamiento de foco: ya no inquieta tanto la tasa, inquieta la vida económica cotidiana. El 62% dice que está peor que el año pasado y 52% cree que el próximo será más difícil, aunque un 44% conserva expectativas de mejora. La sociedad no está cínica, está cansada.

El mercado laboral ofrece el telón de fondo de esa ansiedad. Desde noviembre de 2023 se perdieron más de 200 mil puestos asalariados: 127 mil en el sector privado, casi 58 mil en el sector público y más de 20 mil en casas particulares. El nivel de asalariados formales cayó al piso desde 2022 y el salario mínimo, que se mantuvo en 322.200 pesos por cuarto mes consecutivo, acumula un retroceso real superior al 30% contra fines de 2023. Con esos números, seis de cada diez trabajadores admiten que su empleo apenas permite subsistir. El trabajo no es vehículo de ascenso, es flotador.

La identidad social también se reconfigura. La clase media, corazón histórico del relato argentino, se reduce. Hoy representa 43% de los hogares, la clase baja asciende a 52% y solo 5% califica como clase alta. Aun así, 65% se autopercibe clase media, lo que muestra que el estrato es más una pertenencia simbólica que un lugar económico. Ocho millones de hogares están en la base de la pirámide, siete millones en el escalón medio y menos de un millón arriba. La movilidad social, que legaba horizontes a través del estudio y del esfuerzo, se desdibuja. El 41% afirma vivir peor que sus padres, solo uno de cada cuatro dice lo contrario. En ese clima, el consumidor aspiracional cede paso al consumidor sacrificial: se compra para sostener, no para progresar.

El endeudamiento familiar como norma, y no como excepción, dice mucho de la arquitectura social de este tiempo. El lazo vuelve a ser institución económica. Cuando el Estado achica su presencia y el mercado formal restringe el crédito a tasas que pocos pueden pagar, el crédito lo emite la parentela. Y cuando el sueldo no alcanza para lo básico, los bienes se monetizan. Es una contabilidad cruel: se vende patrimonio para comprar presente. El costo queda en la imposibilidad de reconstruir ahorro y en la distancia cada vez mayor con proyectos de mediano plazo.

El tablero político no es ajeno. Con la inflación replegada en el ranking de preocupaciones y la economía real en primer lugar, el oficialismo sostiene apoyos en parte porque logró domar la variable que lo llevó al poder. El problema es la segunda temporada. Si el plan no entrega recuperación del ingreso real, si la obra pública permanece detenida y si el crédito al consumo no reaparece en condiciones razonables, la gobernabilidad se juega en asambleas de barrio, no en conferencias de prensa. 

El camino de salida no es mágico. Requiere dos movimientos simultáneos. Primero, recomponer ingresos reales de manera sostenida, lo que supone paritarias que corran algo por delante de los precios, recuperación parcial de salarios públicos y un salto de productividad que no se consigue solo con tijera. Segundo, reconstruir el crédito bueno, ese que financia bienes durables sin tasas usurarias. Ni subsidios eternos ni meritocracia de PowerPoint. Políticas industriales sectoriales, transporte que abarate logística y un régimen tributario que deje respirar a pymes. El crédito no aparece porque sí, aparece cuando hay expectativas de cobrar.

En paralelo, hay que proteger el tejido social de la corrosión del endeudamiento afectivo. Es razonable que los lazos sostengan en emergencias. Es destructivo que lo hagan de forma crónica. Para eso existen bancos de desarrollo, líneas de microcrédito formales, cooperativas financieras con regulación, tarjetas sociales bien diseñadas y programas focalizados de alivio. No se trata de volver al péndulo del subsidio sin criterio. Se trata de que la ayuda deje de ser rifa de la familia para convertirse en política explícita y transparente.

 

Clase media encogida y expectativas en suspenso

La reducción de la clase media es más que un dato demográfico. Es una crisis de identidad colectiva. La Argentina se pensó a sí misma como país de capas medias educadas, con movilidad hacia arriba. Hoy el 54% declara que su capacidad de consumo es mucho peor que un año atrás y 55% cree que la clase media se está achicando. La percepción coincide con el dato. La salida exige políticas que protejan ingresos medios, que no castiguen al formal que paga impuestos y que abran crédito a tasas razonables. Sin clase media vigorosa no hay estabilización política posible.


22,5% de los hogares de bajos ingresos pidieron dinero a familiares o amigos y 40,8% usó ahorros o vendió pertenencias para gastos corrientes. La inflación preocupa menos, la economía real preocupa más.

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