
El Gobierno avanza con una reforma que flexibiliza vacaciones, salarios y horarios. Detrás del discurso de “modernización”, el mileísmo recompone viejas reglas de los 90 y concede al capital una ventaja inédita.




Sin inversiones en la red en los últimos dos años, la Secretaría de Energía impulsa un plan insólito: que usuarios comerciales y residenciales ofrezcan energía de grupos electrógenos a la red y cobren por ello. Una salida “cooperativa” que expone la fragilidad estructural del sistema eléctrico.
Actualidad16/09/2025
Comunismo ultra capitalista
En el AMBA, cuando llega el calor, todos conocen la escena: aires acondicionados al máximo, heladeras que apenas enfrían y la amenaza de un corte de luz que puede durar horas. Este verano, el Gobierno decidió enfrentar esa realidad con una medida inédita: permitir que hogares y comercios “vendan” electricidad a la red en momentos críticos.
La idea, presentada por la secretaria de Energía María Tettamanti, es simple en los papeles: quienes tengan grupos electrógenos o sistemas auxiliares podrán inyectar energía al sistema y recibir un pago por esa contribución. En el discurso oficial se habla de “gestión de la demanda”. En la práctica, es admitir que la red no tiene capacidad para soportar los picos de consumo.
Cooperativismo forzado
El plan se presenta como un modelo colaborativo, casi comunitario, pero esconde un trasfondo más áspero: el Estado, que lleva casi dos años sin nuevas inversiones en transporte ni generación eléctrica, traslada a usuarios y comercios la responsabilidad de sostener el sistema.
La estrategia funcionará con un mecanismo de subasta: cada participante ofertará cuánto cobra por aportar energía en horarios críticos. Si su propuesta es aceptada, recibirá un pago fijo más la remuneración por lo entregado. En otras palabras, una especie de seguro en el que los usuarios se convierten en proveedores ocasionales.
La paradoja es evidente: mientras las grandes distribuidoras siguen acumulando ganancias y los hogares populares lidian con cortes recurrentes, ahora el Gobierno plantea que los mismos usuarios tapen los baches de un sistema que no crece al ritmo del consumo.
El antecedente y los riesgos
No es la primera vez que se ensaya algo parecido. En 2024 ya se aplicó un esquema limitado para grandes usuarios industriales. La diferencia es que ahora la medida se extiende a comercios y, eventualmente, a hogares con capacidad de autogeneración.
El problema estructural sigue intacto: la demanda eléctrica aumenta cada verano, pero las obras para reforzar la red llevan años de atraso. En 2025, la Secretaría de Energía proyecta una demanda pico de 30.700 megawatts, un tercio de ellos concentrados en aires acondicionados. Basta recordar que en febrero de este año, con 30.257 MW consumidos, hubo cortes masivos en Buenos Aires y el NEA.
El plan de “electricidad comunitaria” puede mitigar apagones puntuales, pero no reemplaza la inversión que necesita el sistema. Y mientras no haya medidores inteligentes en hogares ni nuevas obras de transporte, la fragilidad seguirá siendo la regla.
La factura que paga la gente
En el fondo, la medida refleja un modelo político: el Estado se retira de la inversión y son los usuarios quienes deben poner parches para evitar colapsos. Lo que se presenta como un esquema innovador de participación ciudadana es, en realidad, un cooperativismo forzado que beneficia a las empresas que siguen cobrando tarifas sin garantizar un servicio estable.
El verano todavía no empezó, pero el mensaje ya está escrito: si querés luz, más vale que la pongas vos. Y en ese escenario, la pregunta que late en cada barrio del Conurbano no es técnica, sino política: ¿Cuándo la energía será un derecho y no un privilegio?

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